Mi profesor de poesías de la universidad le escribió un poema a su hermano muerto en su último libro acerca de lo que ellos eran dueños: sus recuerdos. Listaba cosas como las carcajadas que nos dimos en la calle, ebrias de alegría, mi hermana Gaby y yo, mientras un vecino caminaba a su perro a las 3 de la mañana enfrente de mi apartamento. O esas conversaciones en la cocina de nuestra casa en Venezuela comiendo empanadas frías las tres, y espantándonos a las 12 a.m. "por si venía un muerto". Uno en la vida no es dueño de nada, pero sí de esas cosas.
Hoy caminando a la casa pensé, si no soy dueña de nada, me basta con este atardecer rosa, como esos delfines saltando de noche en el mar de Cumaná. Cuando escribí de ellos en la universidad, criticaron mi poema por "improbable", nadie creía que existiera esa criatura. Pero Gaby y yo los vimos y son nuestros, de nadie más. Así como estas nubes hoy, por debajo de las que todos trotan, sin mirar hacia arriba y tal vez si les cuento, tampoco me crean.